Una extraña sensación de tranquilidad me recorre el cuerpo los fines de
semana cuando confluyen dos elementos: a) no tengo ganas de hacer nada en particular
y b) no tengo nada que hacer. Hace mucho, mucho tiempo, en una España muy
lejana, quedarse sin hacer nada producía desasosiego. Siempre estabas eludiendo
una obligación o perdiéndote algo. Quizá había un concierto, una exposición que
visitar. Quizá era necesario ir a hacer unas compras a un centro comercial, o
se invocaba la necesidad imperiosa de ir al cine.
Los rituales del fin de semana eran tan estresantes como la semana de
trabajo. Había una eterna sensación de que el tiempo se acababa, de que era
necesario hacer miles de cosas cada día, pues en caso contrario estábamos
desperdiciando una oportunidad. Y, de modo invariable, todos esos compromisos
conducían a sacar el coche más de la cuenta, a llegar a un sitio atestado de
gente, a tener dificultades para aparcar, a temer llegar tarde a un compromiso.
Vivíamos en una eterna carrera de hamsters, dándole vueltas a nuestro
rodillo cada vez más rápido para no llegar a ninguna parte. Entre semana, la
carrera estaba asociada a los compromisos de trabajo, a los que se sumaba la
necesidad, siempre la necesidad, de hacer algo más, siempre algo más: una hora
de deporte cada día o cada dos días, una hora de meditación, la participación
en un coro o en club deportivo, asistir a una sesión de formación o a un evento
de colegas de profesión a deshoras (afterwork
se llama eso en neolengua).
Y el fin de semana, más. Aparte de las obligaciones habituales de la casa,
de ir al supermercado, de hacer alguna reparación o algún recado, se sumaba la
necesidad de hacer algo más, siempre algo más. Y no hacerlo suponía cargarse la
conciencia con la idea de estar desperdiciando parte de la vida.
Mas ahora no hay nada que hacer. No hay cines, ni teatros, ni viajes, ni
conciertos de esos de los que había que comprar la entrada con meses de
antelación por el riesgo a quedarse sin ella (otro elemento de estrés, el tener
que planificar cosas con tanto tiempo por temor a perderlas), no hay nada que
nos obligue a salir de casa, y sí mucho que nos obliga a quedarnos.
Es en estos momentos cuando uno puede quedarse embelesado mirando un
cuadro, tomarse un té mientras le echa un vistazo a un poema o, más
simplemente, quedarse quieto sumido en los propios pensamientos.
Hay una extraña sensación de paz en algunos momentos que solo se pierde con
las inevitables videollamadas ¿Os habéis dado cuenta de hasta qué punto las tecnologías
de la comunicación nos resultan estresantes?
Y ya he empezado a leer comentarios de gente que afirma que no quiere
volver a la carrera de hamsters, y que, si bien es necesario recuperar el pulso
económico y la actividad, al menos en parte debemos conservar esa pequeña luz
de paz interior que, sin darnos cuenta, ha invadido parte de nuestro
territorio.
Si fuésemos Jedi, lo llamaríamos estar en armonía con la fuerza o alguna
parida similar. Sé que esta frase no viene a cuento, pero es que hoy es 4 de
mayo, el día de Star Wars (May The 4th Be With You), y había que meter
alguna referencia sí o sí. De hecho, hay otra pequeña referencia un poco más
arriba: ¡un gallifante al que la encuentre!
Así que me despido sin novedad en el frente y ¡que la fuerza os acompañe!
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