Desde que empezó el confinamiento, hace ya 23 días de forma imperativa, se
me ha ido acumulando el trabajo de lectura. No llego a todo, así que no me queda
más remedio que ser medianamente selectivo. Hay un grupo de artículos que me
han sido recomendados por diversas amistades y compañeros de trabajo, pero a
los que hasta ahora no había hecho mucho caso.
Me refiero a todos esos con los “consejos para vivir un largo tiempo
encerrado”. La mayoría de ellos me parecen evidentes y no difieren mucho de lo
que yo mismo me había planteado. Debes tener un horario, y tratar de
cumplirlo, hacer ejercicio, no dejarte absorber por el trabajo todo el tiempo,
dedicando un rato a actividades de ocio, etc.
En este grupo de artículos hay algunos que provienen de gente que realmente
conoce el aislamiento. Me han llegado recomendaciones de textos que cuentan la
experiencia de personas que han vivido largos periodos de tiempo en barcos o
submarinos, de monjes acostumbrados a la soledad de sus celdas y el silencio de
los monasterios, y también de astronautas. En
este artículo, por ejemplo, se recogen las reflexiones de un astronauta que
ha vivido un año en la estación espacial internacional y de un comandante de un
submarino. Realmente no dice nada que no sepamos ya.
De pronto se me ha ocurrido que el campeón de todos los confinados fue, sin
duda, Robinson Crusoe.
Vale, es un personaje de ficción, una autobiografía inventada por Daniel Defoe con el
objetivo no de escribir una novela de aventuras, sino de dar lecciones de moral
occidental, conservadora y cristiana.
Pero, a fin de cuentas, Crusoe se pasó 28 años en una isla y su historia no
se la inventó el autor por completo. Se basó en la experiencia de otro marino, Alexander Selkirk, quien
fue abandonado en una isla desierta cerca de Chile tras discutir con el capitán
de su barco. Selkirk se pasó cuatro años en dicha isla hasta ser rescatado por
otro barco que pasaba por allí. Azares del destino, la isla en la que
estuvo confinado este señor acabó siendo bautizada con el nombre de Robinson
Crusoe, mientras que otra isla en la que
nunca estuvo lleva su nombre.
Yo me leí en su día la novela de Robinson Crusoe. Y no me refiero a las
adaptaciones juveniles, sino al tocho completo, que incluye no solo el relato
bastante pormenorizado de los 28 años de confinamiento, sino también todo el
viaje de vuelta a Inglaterra (¿sabían que fue atacado por una manada de lobos
cruzando los Pirineos?) y su posterior desarrollo familiar y empresarial –creo recordar
que reclamó la propiedad de la isla y, de algún modo, consiguió ponerla en
explotación.
Robinson Crusoe es el arquetipo del hombre perfecto. Sobrevive porque es
metódico hasta la náusea. Planifica absolutamente todo, diseña nuevas
herramientas y métodos de trabajo, lleva inventario de todos sus bienes y,
gracias a su implacable disciplina, consigue sacar adelante una pequeña
explotación agrícola y ganadera. Es capaz de construirse un hogar prácticamente
fortificado y un barco para salir a pescar. Todo con sus manos, su talento y unos
insufribles aires de superioridad y prepotencia. La prepotencia del
hombre blanco.
A lo largo de sus 28 años en la isla, solo comete un error. Por supuesto,
lleva un diario. Y cuando finalmente es rescatado comprueba horrorizado que
había perdido un día de la cuenta. Algo que solo se puede explicar por un
periodo en el que estuvo enfermo y en el que quizá perdió la noción del tiempo.
Un día en 28 años.
Y yo ayer cometí el error de Robinson Crusoe. Solo han pasado tres semanas de
confinamiento y ya se me ha ido la bola con la cuenta de los días. Por error,
le atribuí el 21 al artículo
de ayer, que realmente era el 22. Ya está corregido.
Tras un rápido cálculo, he llegado a la conclusión de que mi error, en 28
años, habría supuesto una desviación de un año y 4 meses. No me confíen a mí el
calendario, no sabría qué hacer con él.
Y sin mucho más que contarles, cierro el domingo sin novedad en el frente.
Bola Extra: otro personaje notable que perdió un día
en sus cuentas fue Juan Sebastián
Elcano. Tras su periplo alrededor del mundo, y a pesar de haber sido muy
metódico en el diario de a bordo, sus cuentas marcaban un día de diferencia con
el calendario real. En este caso ganaron un día por la orientación de su viaje,
siempre hacia el Oeste, cruzando sin darse cuenta la entonces inexistente, pero
necesaria, línea imaginaria de cambio de día. Una jugada similar le permitió a
ganar su apuesta a Phileas Fogg, el protagonista de la verniana novela La
vuelta al mundo en 80 días.
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