Anda circulando por internet un artículo titulado No
quiero volver a la normalidad, publicado en Eldiario.es.
Es un texto intenso, que resumen en unas pocas líneas muchos de los males que
aquejan a nuestra sociedad. Los atascos, las desigualdades, la ambición, la
avaricia, el consumismo, el estrés, la insolidaridad, el racismo, la xenofobia,
el cambio climático…
No, claro, visto así no tiene mucho interés lo de volver a la normalidad.
Lo que pasa es que ese entorno tan desagradable era el entorno en el que
vivíamos. Y aunque solo sea porque nos resultaba familiar, podíamos
desenvolvernos en él medianamente a gusto. No nos agradaba del todo, porque
estaba lleno de contradicciones, pero era nuestro hogar.
Allí, o entonces, las personas que hoy están afectadas por los ERTEs tenían
un empleo, los bares estaban abiertos y eran centros de intercambio social.
Cierto que los locales de moda estaban tan abarrotados que a muchos nos
resultaba incómoda la simple idea de entrar, pero a la gente le parecía bien y
les gustaba pasar el tiempo apretujados. Hoy, la idea de estar tan cerca de tantos
individuos es casi sacrílega.
Y allí, o entonces, era el mundo en el que vivíamos hace poco más de un
mes. Era un mundo previsible en el que las líneas aéreas sabían cuándo iban a
despegar sus aviones, los hoteleros sabían que iban a abrir sus
establecimientos este verano y las discotecas contaban con llenarse de gente
joven. Era lo que llamábamos la ‘normalidad’.
En los círculos empresariales y debates de directivos, en los medios de
comunicación y en las redes sociales ha comenzado ya el debate sobre lo que
llaman el “new normal”. Suele decirse en inglés, aunque haya una traducción tan
precisa como “nueva normalidad”, y es el terreno abonado para todo tipo de
especulaciones sobre cómo se va a mantener e impulsar el teletrabajo, cómo se
van a desarrollar los servicios online y a distancia y otras muchas cuestiones.
De esa nueva normalidad formarán parte las estrategias empresariales para
superar la crisis y los planes de los gobiernos para incentivar la economía y
compensar a los sectores más afectados. Se debate sobre un posible paso atrás
en la globalización, relocalizando industrias para asegurar la fortaleza de las
cadenas de suministro y sobre mecanismos financieros para paliar los efectos
adversos de la inmensa acumulación de deuda que sin duda tendrá lugar.
Y también forma parte de esa nueva normalidad la renta básica universal,
que ha pasado de ser una opción debatida, con sus defensores y sus detractores,
a suscitar prácticamente unanimidad.
Lo que pasa es que todos estos aspectos que acabo de enumerar, y otros
muchos, son la cara más amable de la tragedia. Son el resultado del esfuerzo
colectivo para paliar los daños.
Hay una cara más triste.
En la nueva normalidad habrá desempleo y pobreza, tardaremos mucho tiempo
en poder abrazarnos y besarnos a gusto, esquivaremos a los extraños por la
calle y tendremos miedo unos de otros.
Y, además, en la nueva normalidad llevaremos durante meses, quizá años, una
mascarilla que ocultará las sonrisas.
Ante eso, yo casi preferiría volver a la desagradable normalidad de antes.
Ninguna novedad que destacar en mi frente de batalla particular.
Artículos anteriores de la serie:
Diario del confinamiento, día 30: El arte de leer las señales
Diario del confinamiento, día 31: La otra forma de viajar
Diario del confinamiento, día 32: Mezquindades
Diario del confinamiento, día 33: La hora de la naturaleza
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