Hace algunos años estaba veraneando con la familia en Asturias. Visitábamos
algunos pueblos y, para un recorrido determinado, en vez de volver a la
carretera principal -lo que nos obligaba a dar una vuelta demasiado grande-
optamos por una carretera secundaria que nos ofrecían tanto el mapa en papel
como Google maps.
Sabíamos que la carretera no iba a ser gran cosa y que el recorrido sería
lento. No había prisa. Y siempre me ha gustado conducir por carreteras
pequeñas, que nos abren la oportunidad de conocer rincones que están fuera de
los circuitos principales. Pero en este caso, el recorrido se fue deteriorando
de manera paulatina; la carretera se iba estrechando y el firme estaba cada vez
más estropeado. A partir de cierto punto, crecía una tupida vegetación en el
centro de la ruta que rozaba en los bajos del coche. Y ya no había manera de
dar la vuelta, el único camino posible era seguir avanzando, con la esperanza
de que la carretera no desapareciese del todo, consumida por la vegetación.
Hubo suerte y nadie tuvo que ir a rescatarnos con un tractor.
Con frecuencia me he preguntado cuál sería la evolución natural del planeta
si la especie humana desapareciese de pronto. Si en unos pocos años la hierba puede
destrozar una carretera secundaria ¿cuánto tiempo necesita la naturaleza para
tragarse una autopista? ¿cuánto tiempo tardaría la vegetación en borrar del mapa
una ciudad como Nueva York o Londres? ¿cuánto tiempo tardarían los animales en
invadir sus calles y ofrecer imágenes como las de las películas de ciencia
ficción? ¿50 años? ¿100? ¿200?
Yo creo que mucho menos de lo que pensamos. Cierto que en ningún caso
conseguiría “borrar” las trazas humanas. La huella de nuestra especie es hoy
indeleble en la estratigrafía del planeta, tanto es así que los científicos han
propuesto llamar Antropoceno
a la actual era geológica, dejando atrás al Holoceno, última época oficial
del Cuaternario, periodo
en el que vivimos nosotros.
Estamos muy lejos de un escenario de grandes ciudades deshabitadas y
dejadas a su libre devenir. Pero la graciosa estampa de un jabalí campando a sus
anchas por las calles del barrio de Tetuán, en Madrid, es un recordatorio de
que la naturaleza está ahí, esperando su turno para recuperar espacios.
Y aquí tienen
otro que quiso probar suerte en la Ciudad Universitaria.
Cierto que los jabalíes en algunas zonas del extrarradio de Madrid no son
nada extraordinario. En Las Rozas, municipio en el que trabajo (trabajaba, que ahora
lo hago desde casa), han
llegado a ser un problema recurrente.
Recuerdo que una vez vimos un zorro despistado en Rivas Vaciamadrid, en
zona urbana. Tenía evidente cara de pánico y era obvio que necesitaba salir de
ahí.
En estos días también se han visto caballos salvajes por Sierra Nevada.
Vale. Dudo que
sean realmente “salvajes”. Supongo que tienen un propietario y que simplemente
es una manada suelta que, aprovechando la ausencia de humanos, se aventura un
poco más lejos de sus pastos habituales.
Porque lo cierto
es que, en España, naturaleza salvaje queda más bien poca. El paisaje está
fuertemente humanizado después de siglos de agricultura, pastoreo, silvicultura,
minería, industria, comercio… Salir o entrar de una ciudad como Madrid es un
espectáculo aterrador y desolador. El cemento y el hormigón han sustituido a la
tierra y a las plantas. Las carreteras han herido la Tierra, y los ingenieros
han tratado de cicatrizar las heridas con bálsamo de asfalto, para evitar que cicatrización
natural vuelva a llenar de vegetación el espacio conquistado.
Vivimos de espaldas
a la naturaleza. Pero ella, en su infinita sabiduría, de vez en cuando nos
envía un guiño, en forma de jabalíes, zorros o caballos despistados, para
recordarnos que, si no la cuidamos, un día llegará su hora.
Mediamos ya la ¿quinta?
semana de confinamiento y, afortunadamente, no hay novedad en el frente.
Artículos anteriores de la serie:
Diario
del confinamiento, día 30: El arte de leer las señales
Diario
del confinamiento, día 31: La otra forma de viajar
Diario
del confinamiento, día 32: Mezquindades
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