A punto he estado de titular este post “Un pequeño placer solitario de
cuarentena”, pero no quiero que alguno se piense lo que no es, que ya nos vamos
conociendo. Al placer al que me refiero lo podemos considerar más bien un
pequeño lujo. Algo que, sin mucho esfuerzo (realmente, sin ningún esfuerzo) nos
puede traer unos codiciados minutos de relax y paz espiritual. Algo que nos
puede transportar desde este mundo azaroso y lleno de impulsos negativos, desde
un mundo permanentemente excitado, hasta un estado de calma cercano a la
beatitud.
Estoy hablando de la música clásica. En los últimos días, me he
acostumbrado a ponerme los cascos y escuchar una pequeña selección de piezas
musicales mientras escribo este blog. Este pequeño lujo me asegura una hora u
hora y media de tranquila concentración.
Ya conocía este truco desde hace algún tiempo. En el bullicio habitual de
una oficina (que ahora tanto echamos de menos), para mí ha sido el recurso
esencial para conseguir concentrarme. Lo he utilizado, ante todo, cuando tenía
ante mí el desafío de sacar adelante un texto complejo o tenía que hacer frente
a una presentación que se me iba atragantando quizá desde unos días antes.
Y lo aprendí de la experiencia de uno de los hombres más disciplinados y metódicos
de la historia, Mijaíl
Botvínnik, ajedrecista soviético que ocupó el trono de campeón del mundo
varias veces entre 1948 y 1963. Botvínnik acostumbraba a entrenarse con la
radio puesta (con música) con un doble objetivo. El primero, habituarse a
pensar con cierto nivel de ruido en el entorno, algo que inevitablemente se iba
a encontrar en competición, el segundo, mejorar su concentración abstrayéndose
de cualquier otro tipo de impulso. La música clásica tiene la virtud de
aislarte del mundo.
Luego, he visto que lo de trabajar con música (instrumental y clásica, y en
un volumen bajo) es una de las muchas recomendaciones de los cursos que se
imparten en las empresas para mejorar la productividad y el rendimiento.
Más allá de la concentración, en la sobrecargada atmósfera que nos rodea,
ponerse los cascos y escuchar un par de piezas puede ser uno de esos pequeños
lujos que hoy, en un mundo que no nos permite ni dar un paseo en condiciones,
nos podemos permitir.
Justo en estos momentos, estoy escuchando la banda sonora de La Misión, de Ennio Morricone. No sé
si a los demás les ocurre lo mismo. Pero a mí esta música me teletransporta a
los impresionantes paisajes de la selva guaraní. Es un modo de viajar sin
moverse de la silla.
No puedo presumir de entendido. Mis conocimientos sobre música clásica son
muy justitos, y con lo que desconozco se pueden llenar enciclopedias. Lo que
hago es picotear por aquí y por allá y seleccionar algunas piezas que tienen la
virtud de transmitirme algo o de transportarme a otra atmósfera más limpia y
menos sobrecargada de malas noticias.
Mi pequeña colección particular la comencé hace algunos años con una pieza
extraordinaria, probablemente una de las composiciones musicales más sutiles
que se haya creado.
Me refiero al Intermezzo de la ópera Cavallería Rusticana.
No conozco esa ópera, ni sé nada de su autor, Pietro Mascagni. Pero de algún modo el Intermezzo llegó a mis
oídos y se ha quedado en mi lista de reproducción para siempre.
Como curiosidad adicional, esta pieza forma parte de la escena cumbre de El Padrino III,
en la que el climax se alcanza, precisamente durante la representación de esta
Ópera.
Cierro el Viernes Santo sin novedad en el frente, pero con la sensación de
estar protagonizando El
día de la marmota. Algún cambio habrá que empezar a hacer.
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