El miedo es la
peor de las epidemias. El miedo puede convertir a la más razonable de las
personas en un paranoico; a un individuo generalmente generoso y desprendido en
un ávido acaparador de bienes de primera necesidad en los supermercados; a
quien fue un héroe, en un villano. El miedo, además, se contagia, se transmite
con más velocidad que un virus. Y si cuando es individual, ya nos atenaza, en
modo colectivo se convierte en un peligroso aliado de la locura.
A la mayoría de
nosotros se nos ha pedido algo bastante sencillo: quedarnos en el salón de
nuestra casa. Es cierto que el largo encierro nos desasosiega, que las
demasiadas horas de convivencia forzada producen tensiones y que el exceso de
información negativa va mermando el espíritu. Pero no se nos ha pedido ir a
primera línea a enfrentarnos con la enfermedad (nunca dejaremos de dar las
gracias al personal sanitario), ni ir a atender al público a los supermercados,
ni mantener abiertos servicios esenciales como las oficinas bancarias o las
bibliotecas de hospital -sí, el personal de la biblioteca tiene que seguir
trabajando para facilitar la información que precisen los médicos-.
Se nos ha pedido
quedarnos en el salón de casa y sentirnos unos héroes solo por hacer eso. Yo no
creo que realmente sea un comportamiento heroico, pero es lo que tenemos que
hacer, y es digno.
Pero incluso
desde el salón es más fácil de lo que parece convertirse en un villano; basta
que el miedo nos empuje a tomar decisiones equivocadas desde el punto de vista
humanitario.
Hoy he leído, con
profunda tristeza, la
historia de Jesús y su hija Patricia. Ambos con síntomas de la enfermedad y
probablemente positivos (sin tests, solo con diagnóstico sintomático) deben
aislarse… y lo están haciendo en su coche, porque al ser diagnosticados han
sido expulsados del piso donde compartían una habitación. La hija, por cierto,
está embarazada. El miedo empujó a los propietarios del piso a expulsarlos y
hoy son hostigados por la policía, que ha llegado a multarlos, y no tienen
dónde ir. Los servicios sociales de los diversos municipios por los que andan
deambulando no les ofrecen ninguna solución.
Vimos hace unos
días un
acto cobarde protagonizado por una cincuentena de vecinos de la Línea de la
Concepción. Se agruparon en la calle (cuando debían estar en casa) para
impedir el paso de un autobús de ancianos, que estaban siendo realojados en el
municipio después de que en su residencia hubiesen aparecido diversos casos de
coronavirus. Estos vecinos bloquearon las calles y se enfrentaron a la
policía, llegando a lanzar cócteles molotov. Es seguro que el miedo colectivo
les hizo azuzarse unos a otros para “envalentonarse”, salir a la calle y
protagonizar una escena vergonzosa y execrable.
Estos son ese
tipo de actos que uno imagina propios de la Edad Media, cuando se cerraban las
puertas de las ciudades para evitar que entrasen los apestados.
Y yo me temo que
el miedo está afectando también el raciocinio de los gobernantes, en una Europa
que ya estaba tocada por el Brexit, la embestida del coronavirus está
produciendo reacciones
y decisiones de corte nacionalista bastante insensato. No sé si la UE será
capaz de aguantar unida después de esto.
Yo no tengo
aspiraciones de ser un héroe. Me basta que, cuando haya pasado lo peor, pueda
mirar para atrás y tener la certeza de que hice lo correcto.
Un día más que transcurre
sin novedad en el frente.
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