Hoy es 14 de
marzo, sábado. El Gobierno no acaba de sacar el decreto que desarrolla el “estadode alarma”, pero los ciudadanos, en su inmensa mayoría, nos hemos ido confinando
en nuestras casas, antes incluso de que sea un imperativo legal. Aparte de
algún tontolaba que se fue a la playa con la familia el viernes pasado y el
grupo de despistados de La Pedriza, en general, la gente está en casa. Y eso
está bien.
El objetivo es
múltiple. En primer lugar, no contagiar, ni ser contagiado, ni ser vector de
contagio del Covid-19, el coronavirus que nos ha convertido a todos en expertos
epidemiélogos en una semana.
En segundo lugar:
no tener accidentes con el coche, no sufrir un coma etílico tras una noche de
farra, no caerse de una bicicleta, no hacer nada que nos pueda poner en riesgo
de precisar asistencia médica. Una asistencia que escasea, con recursos
sometidos a creciente presión. Recursos que en Madrid están cerca de los
límites y que estarán totalmente desbordados en una o dos semanas.
Yo, por la mañana,
tras recortarme la barba y arreglarme (informal, pero arreglao, como mandan los cánones de Rivas Vaciamadrid), me dispongo
a adentrarme en territorio hostil: el supermercado.
¡Qué extrañas
sensaciones al entrar en el Ahorramás! Primero buscas los guantes de plástico
de la zona de la frutería, antes incluso de tocar el carro. Luego vas haciendo
la compra tratando de mantener cierta distancia con la parroquia. No hay más
gente que un sábado cualquiera, pero nos miramos todos con aire de sospecha.
Procuras mantener el metro de distancia. Cuando esperas tu turno ante la
carnicería, ves a la gente más separada que de costumbre.
Una señora tose
detrás de mí ¡Mierda! ¡No lo ha hecho hacia la parte interior del brazo! La
miro, veo su edad y la mirada tierna y quizá algo triste de su marido. Y en ese
momento deseo con todas mis fuerzas que no sea una tos de coronavirus. Pero no
por mí, ni por las gotas que hayan podido caer cerca de mi espalda. Es por
ellos, que son mayores.
Pienso en el
hombre que pesa las bolsas en la frutería. Mantiene un humor envidiable a pesar
de que lleva horas avisando a la gente de que no pueden pasar de la línea roja,
una hipotética área de seguridad que le han puesto con cinta pegada al suelo. Él
es la persona que más cerca está y que más interactúa con los asistentes al
supermercado. Los de la carnicería, panadería, pescadería, etc., cuentan con la
distancia del mostrador y a los cajeros les han puesto una mampara de cristal
para separarlos del público en la medida de los posible. Pero el de la frutería
está solo ante el peligro. Y el peligro somos los demás.
Le oigo decir,
hablando con una clienta, que en estos casos “el trabajo de supermercado no
está pagao”. Y luego casi me da un
ataque de risa cuando una señora le comenta: “Yo es que esto no lo veo ni medio
normal”. Ni usted, ni nadie, señora.
Veo un súper
abastecido, pero con carencias. Faltan alitas de pollo y pechugas para
filetear, pero hay pollos enteros. Falta toda la sección de papel higiénico,
papel de cocina, servilletas, tissues… Falta alcohol y varios tipos de lejía
para fregar. Pero sí encontré la lejía de la ropa, que me apuesto cualquier
cosa a que desinfecta también un suelo o una encimera. Faltan detalles aquí o
allá, pero se puede hacer una compra completa sin agobios.
Miro a los
empleados y les sonrío. Aseguran a todo el mundo que el súper recibe
abastecimiento todos los días y no paran de sonreir y de hacer chistes. Son mis
nuevos héroes. Después del personal sanitario, ellos son la segunda línea de
batalla. Ellos y los camioneros y repartidores que asegurarán durante semanas
que no nos falte lo esencial. Me juro a mí mismo que les voy a devolver la
sonrisa el resto de mi vida.
En la zona de la
caja vuelvo a tener sensaciones extrañas. Me he quitado los guantes, porque no
aguanto el sudor de las manos, y he tocado el carrito. También he tocado con el
dedo desnudo el teclado para marcar el pin de la tarjeta. ¡Mierda! ¿me habré
tocado luego la cara? Me aseguro de lavarme bien las manos al llegar a casa.
Y aquí
reflexiono. Pienso en lo afortunado que soy, pues tengo una casa grande en la
que podemos convivir los cuatro sin que los roces habituales de la convivencia se
conviertan en pesadillas. Pienso en lo afortunado que soy por tener un pequeño
jardín, que me servirá para salir a tomar el aire unos minutos cada día. Pienso
en que, en mi entorno cercano y mi familia, estamos todos bien.
Y pienso en que
tengo unas ganas locas de repartir besos y abrazos. A mi querida familia, a mis
queridas compis del trabajo, a mis queridos amigos y casi a cualquiera con
quien me pudiera cruzar en este momento.
Me pregunto qué
cambios sociales y de actitudes llevará aparejado este trauma colectivo. Me
pregunto cuándo volveremos a ver el supermercado como un territorio amigo y
cuándo volveremos a besarnos y abrazarnos sin miedo.
Por lo demás, el día transcurre tranquilo y sin novedad en el frente.
Por lo demás, el día transcurre tranquilo y sin novedad en el frente.
Comentarios
Un abrazo.... vitual.
Desde luego hay que relexionar si hemos llegado al punto de aceptar sin rechistar que algún policía nos pare por la calle para preguntarnos dónde vamos y nos deje continuar si le parece que cumplimos las reglas establecidas.
Pero sí, muy bueno.