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Parte desde el frente. Diario del confinamiento, día 17: Primera escaramuza


Antes de que nadie se asuste aclaro que hemos salidos victoriosos de la primera escaramuza que ha afectado a nuestro hogar. A primera hora, la aparición de síntomas sospechosos en uno de mis hijos nos hizo llamar al médico. Tras la protocolaria, y muy profesional, visita médica telefónica, determinan aislamiento. Es un caso de los de asumir que sí, que será positivo y hay que actuar en consecuencia. Una repentina novedad en los síntomas nos hace llamar otra vez, y en esta ocasión el protocolo indica ir a urgencias. Proponen enviar ambulancia, pero le tocaría ir solo, así que decido llevarlo yo.

Las urgencias de un hospital nunca han sido un lugar agradable. La gente no va por hobby, sino porque está mal. Y las caras no suelen ser precisamente de alegría. Pero hoy, el hospital tiene un aspecto particularmente fúnebre y tétrico. No ayuda que la entrada principal esté cerrada, que no exista el trajín habitual de las consultas de especialidades, clausuradas por las circunstancias. Las plantas de uso regular del hospital están a medio gas porque la gran batalla se presenta en otro lado, en las habitaciones de internados y en las UCIs. Todo luce un aspecto algo fantasmagórico.

Los rostros embozados tras todo tipo de mascarillas tampoco ayudan a mejorar el ambiente. Sobre las mascarillas se vislumbran ojos tristes y cansados. Y las mascarillas ocultarían las sonrisas si las hubiese, que tampoco las hay. Ojos tristes mayormente en los pacientes y acompañantes. No todos están allí por el coronavirus, pero muchos lo temen. Hay padres con bebés y, por supuesto, gente aquejada de otros males. Los ojos de los profesionales del hospital no están tristes, pero quizá sí algo cansados.

Al uniforme habitual de médicos, médicas y profesionales de enfermería (que normalmente no es más que una bata y unos zuecos) se han añadido algunos elementos de protección adicional. Las mascarillas, guantes, gorros para el pelo y batas desechables de esas que parecen de pulpa de papel. A ello se añaden algunas gafas protectoras para quienes hayan conseguido obtenerlas. No hay para todos. Un mezquino escudo frente al enemigo. Imagino que los trajes de protección más eficaces, si los hay, los utiliza el personal que está en primera línea de batalla, en la UCI y en las habitaciones. Solo la doctora de la primera sala de triaje cuenta con una defensa más seria: una de esas máscaras transparentes que protegen todo el rostro.

Hoy no hace falta entregar la tarjeta sanitaria. Se vocea el nombre del paciente a un metro y medio de distancia de la ventanilla y solo te acercas a recoger la pulserita desechable que debe llevar el paciente y el número de turno.

Hoy tampoco se estrecha la mano del médico, convenientemente protegida por una doble capa de guantes. Una prenda que se cambia de forma concienzuda cada vez que toca al paciente o a cualquiera de los objetos que hemos traído desde fuera. Uno no sabe qué es más peligroso, si el posible paciente que viene contagiado desde el exterior o los patógenos que pueden estar ya dentro del hospital.

Porque este es el problema principal, que todos somos un peligro para todos los demás. Que tenemos miedo de acercarnos y miedo los unos de los otros.

Los servicios de limpieza son particularmente visibles. Nos hicieron cambiar de sala de espera a todos para poder desinfectarla a conciencia. Y todo parece indicar que lo hacen una y otra vez.

Y el interrogatorio médico es mucho más concienzudo que de costumbre. No es una de esas visitas en la que te despachan con un informe elaborado a desgana y paracetamol. Esta vez, aunque puede ser que el tratamiento sea también paracetamol, la investigación es exhaustiva. Descripción de todo tipo de síntomas, del paciente y de la familia, de la evolución en horas, días, semanas y meses anteriores, de tratamientos previos… placa torácica (limpia) y analíticas extensas. Hacía tiempo que no veía yo una lista tan larga de posibles enfermedades analizadas y descartadas.

Y entre todas ellas: ¡Eureka! Aparece confirmada una enfermedad vírica, pero no la temida Covid-19. Es la casi romántica enfermedad del beso. Incómoda y molesta, sin duda, pero de baja peligrosidad. Algo que debe estar resuelto en unos días.



Ya me lo dijo una compañera esta tarde: ¡Qué extraños tiempos vivimos, que te tengo que felicitar porque tu hijo tenga mononucleosis!

Hoy, desde el frente se ha oído el fragor de la batalla. Pero hemos vuelto sin bajas a la seguridad de nuestro refugio. De nuestro hogar.

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