Antes de que
nadie se asuste aclaro que hemos salidos victoriosos de la primera escaramuza
que ha afectado a nuestro hogar. A primera hora, la aparición de síntomas
sospechosos en uno de mis hijos nos hizo llamar al médico. Tras la protocolaria,
y muy profesional, visita médica telefónica, determinan aislamiento. Es un caso
de los de asumir que sí, que será positivo y hay que actuar en consecuencia.
Una repentina novedad en los síntomas nos hace llamar otra vez, y en esta
ocasión el protocolo indica ir a urgencias. Proponen enviar ambulancia, pero le
tocaría ir solo, así que decido llevarlo yo.
Las urgencias de
un hospital nunca han sido un lugar agradable. La gente no va por hobby, sino
porque está mal. Y las caras no suelen ser precisamente de alegría. Pero hoy,
el hospital tiene un aspecto particularmente fúnebre y tétrico. No ayuda que la
entrada principal esté cerrada, que no exista el trajín habitual de las
consultas de especialidades, clausuradas por las circunstancias. Las plantas de
uso regular del hospital están a medio gas porque la gran batalla se presenta
en otro lado, en las habitaciones de internados y en las UCIs. Todo luce un
aspecto algo fantasmagórico.
Los rostros
embozados tras todo tipo de mascarillas tampoco ayudan a mejorar el ambiente.
Sobre las mascarillas se vislumbran ojos tristes y cansados. Y las mascarillas ocultarían
las sonrisas si las hubiese, que tampoco las hay. Ojos tristes mayormente en
los pacientes y acompañantes. No todos están allí por el coronavirus, pero
muchos lo temen. Hay padres con bebés y, por supuesto, gente aquejada de otros
males. Los ojos de los profesionales del hospital no están tristes, pero quizá
sí algo cansados.
Al uniforme
habitual de médicos, médicas y profesionales de enfermería (que normalmente no
es más que una bata y unos zuecos) se han añadido algunos elementos de protección
adicional. Las mascarillas, guantes, gorros para el pelo y batas desechables de
esas que parecen de pulpa de papel. A ello se añaden algunas gafas protectoras
para quienes hayan conseguido obtenerlas. No hay para todos. Un mezquino escudo
frente al enemigo. Imagino que los trajes de protección más eficaces, si los
hay, los utiliza el personal que está en primera línea de batalla, en la UCI y
en las habitaciones. Solo la doctora de la primera sala de triaje cuenta con
una defensa más seria: una de esas máscaras transparentes que protegen todo el
rostro.
Hoy no hace falta
entregar la tarjeta sanitaria. Se vocea el nombre del paciente a un metro y
medio de distancia de la ventanilla y solo te acercas a recoger la pulserita
desechable que debe llevar el paciente y el número de turno.
Hoy tampoco se
estrecha la mano del médico, convenientemente protegida por una doble capa de
guantes. Una prenda que se cambia de forma concienzuda cada vez que toca al
paciente o a cualquiera de los objetos que hemos traído desde fuera. Uno no
sabe qué es más peligroso, si el posible paciente que viene contagiado desde el
exterior o los patógenos que pueden estar ya dentro del hospital.
Porque este es el
problema principal, que todos somos un peligro para todos los demás. Que
tenemos miedo de acercarnos y miedo los unos de los otros.
Los servicios de
limpieza son particularmente visibles. Nos hicieron cambiar de sala de espera a
todos para poder desinfectarla a conciencia. Y todo parece indicar que lo hacen
una y otra vez.
Y el interrogatorio
médico es mucho más concienzudo que de costumbre. No es una de esas visitas en
la que te despachan con un informe elaborado a desgana y paracetamol. Esta vez,
aunque puede ser que el tratamiento sea también paracetamol, la investigación
es exhaustiva. Descripción de todo tipo de síntomas, del paciente y de la
familia, de la evolución en horas, días, semanas y meses anteriores, de tratamientos
previos… placa torácica (limpia) y analíticas extensas. Hacía tiempo que no
veía yo una lista tan larga de posibles enfermedades analizadas y descartadas.
Y entre todas
ellas: ¡Eureka! Aparece confirmada una enfermedad vírica, pero no la temida
Covid-19. Es la casi romántica enfermedad del beso. Incómoda y molesta, sin
duda, pero de baja peligrosidad. Algo que debe estar resuelto en unos días.
Ya me lo dijo una
compañera esta tarde: ¡Qué extraños tiempos vivimos, que te tengo que felicitar
porque tu hijo tenga mononucleosis!
Hoy, desde el
frente se ha oído el fragor de la batalla. Pero hemos vuelto sin bajas a la
seguridad de nuestro refugio. De nuestro hogar.
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