Cuestión de cañones, fundamentalmente. Esa es la conclusión, casi inevitable, a la que se llega tras la lectura La Gran Armada, un libro producido al alimón por el arqueólogo submarino Colin Martin y el famoso hispanista británico Geoffrey Parker, y que relata, con buen lujo de detalles, la famosa expedición fracasada de Felipe II contra la Inglaterra de Isabel I.
Y no se trata tanto del número de cañones, sino de su estado, su disposición en los barcos, su calidad y, sobre todo, la diferente técnica de uso que hacía la marina española de aquel entonces frente a la británica.
Introduzcamos primero algunos matices. Hablar de marina española o británica en el Siglo XVI es poco menos que temerario. Si bien, en el caso del imperio español, sí se puede hablar de algo parecido a una marina organizada (aunque sus mandos no eran nada profesionales, sino simplemente designados por su relevancia entre la nobleza y en la corte), en el caso británico, más bien se trataba de comisiones encargadas a nobles y marinos profesionales que armaban sus propios barcos para la batalla sin esperar más pago que la posibilidad de quedarse con algún barco enemigo de botín.
Una vez aclarado esto, también hay que matizar que la expedición de la mal llamada Armada Invencible nunca pretendió ser simplemente una operación naval. El objetivo de la Gran Armada (lo de invencible fue un chascarrillo que se inventaron los británicos a posteriori) era recoger las tropas acantonadas en Flandes e invadir Inglaterra. Al fracasar en el intento de embarcar las tropas, la Armada no tuvo otra opción que pasar de largo y tratar de volver a España dando la vuelta a las islas británicas, produciéndose innumerables naufragios en las cosas de Escocia e Irlanda. Esos naufragios fueron lo que dejó a la Armada fuera de combate y prácticamente aniquilada.
Pero volvamos a los cañones. Realmente no se produjo un enfrentamiento naval de consideración, y mientras la Armada mantuvo su formación, los británicos no obtuvieron más que algunas victorias parciales contra barcos o grupos de barcos que se iban quedando aislados. Pero eso sí, en cualquiera de esos enfrenteamientos los británicos llevaron las de ganar ¿por qué?, pues básicamente por los cañones y sus cureñas. Hasta ese momento, la técnica de combate naval imperante era la de hacer una descarga de tiros de cañón para acto seguido abordar las naves enemigas -esa fue la técnica de la Batalla de Lepanto, por ejemplo-. Para hacer esto, bastaba con tener los cañones cargados al principio, puesto que sólo se disparaban una vez. Y para tal uso estaban dispuestos los cañones en los barcos españoles (sin espacio para la maniobra de retroceso, recarga y recolocación para el disparo).
Los británicos, sin embargo, inauguraron en este encuentro una nueva forma de combatir. Los barcos se mantenían a distancia y se cañoneaba una y otra vez al enemigo. Para ello, el diseño de las cureñas para facilitar un retroceso controlado y los espacios de maniobra de los cañones, amén de contar con munición estandarizada para las piezas, cobra especial importancia. Y eso es, básicamente, lo que motivó la superioridad naval de los británicos mientras los españoles se afanaban en proseguir una penosa marcha por el Canal hacia un encuentro, que nunca se produjo, con las tropas acantonadas en Flandes.
El relato de Geoffrey Parker y Collin Martin desgrana este asunto de los cañones y otros problemas técnicos de las respectivas fuerzas en combate. También profundiza en los antecedentes de la batalla, las condiciones de Europa en el S. XVI, la forma en cómo se produjeron los acantonamientos de tropas, el avituallamiento, el armamento... y también se adentra en la fase posterior al enfrentamiento, cuando estuvo claro que sería imposible para el imperio español someter a la Inglaterra de Isabel I, que empezó a desarrollar su propia capacidad naval (fundamentada, sobre todo, en la labor de los corsarios).
Me guardo un detalle anecdótico para el final. Cuenta este libro que, una vez terminadas las aventuras navales en aquellos años, la mayor parte de los marinos quedaban abandonados a su suerte. En el caso de Isabel I, el abandono fue total, y fueron los capitanes de los buques involucrados en el conflicto los que se encargaron de recompensar a sus marinos haciendo uso del botín capturado (cuando lo había). En el caso de Felipe II, la situación fue radicalmente distinta. El controvertido monarca español ordenó pagar las soldadas atrasadas y estableció pensiones para los marinos y soldados heridos. No deja de ser un detalle que habla del profundo sentido del Estado que probablemente tenía Felipe II.
Pongo este libro, sin duda, en la lista de las lecturas recomendables.
Y no se trata tanto del número de cañones, sino de su estado, su disposición en los barcos, su calidad y, sobre todo, la diferente técnica de uso que hacía la marina española de aquel entonces frente a la británica.
Introduzcamos primero algunos matices. Hablar de marina española o británica en el Siglo XVI es poco menos que temerario. Si bien, en el caso del imperio español, sí se puede hablar de algo parecido a una marina organizada (aunque sus mandos no eran nada profesionales, sino simplemente designados por su relevancia entre la nobleza y en la corte), en el caso británico, más bien se trataba de comisiones encargadas a nobles y marinos profesionales que armaban sus propios barcos para la batalla sin esperar más pago que la posibilidad de quedarse con algún barco enemigo de botín.
Una vez aclarado esto, también hay que matizar que la expedición de la mal llamada Armada Invencible nunca pretendió ser simplemente una operación naval. El objetivo de la Gran Armada (lo de invencible fue un chascarrillo que se inventaron los británicos a posteriori) era recoger las tropas acantonadas en Flandes e invadir Inglaterra. Al fracasar en el intento de embarcar las tropas, la Armada no tuvo otra opción que pasar de largo y tratar de volver a España dando la vuelta a las islas británicas, produciéndose innumerables naufragios en las cosas de Escocia e Irlanda. Esos naufragios fueron lo que dejó a la Armada fuera de combate y prácticamente aniquilada.
Pero volvamos a los cañones. Realmente no se produjo un enfrentamiento naval de consideración, y mientras la Armada mantuvo su formación, los británicos no obtuvieron más que algunas victorias parciales contra barcos o grupos de barcos que se iban quedando aislados. Pero eso sí, en cualquiera de esos enfrenteamientos los británicos llevaron las de ganar ¿por qué?, pues básicamente por los cañones y sus cureñas. Hasta ese momento, la técnica de combate naval imperante era la de hacer una descarga de tiros de cañón para acto seguido abordar las naves enemigas -esa fue la técnica de la Batalla de Lepanto, por ejemplo-. Para hacer esto, bastaba con tener los cañones cargados al principio, puesto que sólo se disparaban una vez. Y para tal uso estaban dispuestos los cañones en los barcos españoles (sin espacio para la maniobra de retroceso, recarga y recolocación para el disparo).
Los británicos, sin embargo, inauguraron en este encuentro una nueva forma de combatir. Los barcos se mantenían a distancia y se cañoneaba una y otra vez al enemigo. Para ello, el diseño de las cureñas para facilitar un retroceso controlado y los espacios de maniobra de los cañones, amén de contar con munición estandarizada para las piezas, cobra especial importancia. Y eso es, básicamente, lo que motivó la superioridad naval de los británicos mientras los españoles se afanaban en proseguir una penosa marcha por el Canal hacia un encuentro, que nunca se produjo, con las tropas acantonadas en Flandes.
El relato de Geoffrey Parker y Collin Martin desgrana este asunto de los cañones y otros problemas técnicos de las respectivas fuerzas en combate. También profundiza en los antecedentes de la batalla, las condiciones de Europa en el S. XVI, la forma en cómo se produjeron los acantonamientos de tropas, el avituallamiento, el armamento... y también se adentra en la fase posterior al enfrentamiento, cuando estuvo claro que sería imposible para el imperio español someter a la Inglaterra de Isabel I, que empezó a desarrollar su propia capacidad naval (fundamentada, sobre todo, en la labor de los corsarios).
Me guardo un detalle anecdótico para el final. Cuenta este libro que, una vez terminadas las aventuras navales en aquellos años, la mayor parte de los marinos quedaban abandonados a su suerte. En el caso de Isabel I, el abandono fue total, y fueron los capitanes de los buques involucrados en el conflicto los que se encargaron de recompensar a sus marinos haciendo uso del botín capturado (cuando lo había). En el caso de Felipe II, la situación fue radicalmente distinta. El controvertido monarca español ordenó pagar las soldadas atrasadas y estableció pensiones para los marinos y soldados heridos. No deja de ser un detalle que habla del profundo sentido del Estado que probablemente tenía Felipe II.
Pongo este libro, sin duda, en la lista de las lecturas recomendables.
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