Viernes 26 de noviembre. A eso de las 12:00 del mediodía, me dirijo resuelto a pasar el control de seguridad del aeropuerto.
Sigo un ritual ensayado mil veces. Me desprendo en unos segundos de móviles, reloj, bolígrafos, cartera, tarjetas de identificación, paquetes de caramelos, gafas, llaves y demás quincalla que suelo llevar encima y lo meto todo en los bolsillos del abrigo (esto es más útil que depositar los objetos en la bandeja, luego al ponerte el abrigo lo llevas todo encima); pliego el mismo con mucho cuidado en una de las bandejas. Abro la pequeña maleta que llevo conmigo, saco el ordenador y lo pongo en otra bandeja, donde también deposito mi cinturón y la pequeña bolsa transparente de productos de aseo.
Cargo como puedo con las dos bandejas con una mano y la maleta con la otra y me dirijo renqueante y haciendo equilibrios con las bandejas hacia el control. El único objetivo es llegar a la máquina de rayos X sin que se caiga al suelo el ordenador. La tarjeta de embarque la llevo en la boca. Noto que se me van cayendo los pantalones y trato de caminar con las piernas ligeramente abiertas para evitar que desciendan más allá de la mitad inferior del trasero.
Consigo arrojar las bandejas y la maleta a la cinta transportadora sin que se rompa nada; me subo los pantalones y paso por la máquina esa que hace "bip" cuando llevas algo metálico encima o cuando le sale de los cojones. Paso sin que haga "bip", por lo que esta vez me libro de quitarme los zapatos.
Observo ilusionado cómo van apareciendo mis objetos al otro lado del oscuro túnel. La encargada de la máquina de rayos X, una empleada de seguridad con cara de no haberse tomado el All-Bran en una semana me envía la primera señal de alarma:
- ¿Este ordenador es suyo?
- Ehh, psi... (contesto temeroso)
- ¿Puede abrirlo?
Lo abro mientras me pregunto qué coño de diferencia hay entre un ordenador abierto y otro cerrado cuando ya ha pasado por el control de rayos X. La buena señora observa indiferente que el ordenador está efectivamente dotado con un teclado QWERTY y cierro el ordenador.
Segunda señal de alarma. La susodicha señora empieza a palpar y escrutar con determinación todos y cada uno de los productos que van en la bolsa de aseo. La ausencia de All-Bran se va haciendo notar de forma creciente.
Tras unos tensos segundos, lanza su implacable veredicto.
- Esto no puede pasar - dice indicando el tubo de pasta de dientes - tiene 125 centímetros cúbicos y el límite son 100.
Yo y mi puta manía de comprar todo en paquete grande. Debe ser por haber crecido en una familia numerosa. La lista de la compra era siempre: un bote "grande" de Colón, una caja "grande" de galletas María Fontaneda, un bote "grande" de ColaCao, una lejía "grande" y un paquete "grande", pero que "muy grande" de rollos de papel higiénico. La lista de la compra también solía ser "grande" en sí misma para desmayo del escueto billetero de mis padres.
¿Qué hago?: ¿monto el pollo?, ¿no lo monto?, ¿ruego?, ¿me humillo?...
Es entonces cuando se cruzan nuestras miradas y tiene lugar un diálogo silencioso, un diálogo que nunca existió.
- Vamos, tía, tú sabes tan bien como yo que la norma es una completa gilipollez y que eso es sólo un tubo de pasta de dientes.
- Vamos, tío, yo sé tan bien como tú que la norma es una completa gilipollez y que eso es sólo un tubo de pasta de dientes. Pero tú sabes tan bien como yo que no me pagan por pensar, sólo por seguir las instrucciones al pie de la letra.
- Ya sé que no te pagan por pensar y menos por tomar decisiones. Pero el tubo de pasta de dientes está empezado, igual hasta ya he consumido esos míseros 25 centímetros cúbicos. Y esa una pasta de dientes de farmacia, de las caras.
- No puedo permitirlo, soy unidimensional, como todos los seguratas. He recibido un severo entrenamiento militar para poder discernir que cualquier tubo de pasta de dientes superior a 100 centímetros cúbicos es una severa amenaza para la seguridad aérea. También soy perfectamente capaz de distinguir si un ordenador tiene teclado no.
- Estás de broma ¿no?
- Claro que estoy de broma. A mí me importa un bledo el tamaño de la pasta de dientes y lo de abrir y cerrar el ordenador lo hago porque así lo dicen las normas y el guardia civil que se pasea por aquí tiene una mala hostia proverbial. Si no sigo las normas, me la juego.
- Vamos, que algún jefe tuyo podría estar mirando y si no tiramos a la basura la pasta de dientes, te juegas una bronca, una amonestación y a lo mejor hasta el puesto.
- Pues sí, más o menos es esa la situación.
- Pues nada, con la que está cayendo, no voy a poner en riesgo tu trabajo. Tira la pasta de dientes, que ya me compraré otra. Pero mañana tómate el All-Bran, ¿eh?
- Gracias, tronco.
Y así, satisfecho por no haberme empeñado en una discusión sin posible final feliz, y cabreado por haber perdido la pasta de dientes, me dirigí hacia la puerta de embarque ya con el cinturón puesto, con todos mis objetos recolocados en su sitio y con 125 centímetros cúbicos menos de pasta de dientes en mi equipaje.
Sigo un ritual ensayado mil veces. Me desprendo en unos segundos de móviles, reloj, bolígrafos, cartera, tarjetas de identificación, paquetes de caramelos, gafas, llaves y demás quincalla que suelo llevar encima y lo meto todo en los bolsillos del abrigo (esto es más útil que depositar los objetos en la bandeja, luego al ponerte el abrigo lo llevas todo encima); pliego el mismo con mucho cuidado en una de las bandejas. Abro la pequeña maleta que llevo conmigo, saco el ordenador y lo pongo en otra bandeja, donde también deposito mi cinturón y la pequeña bolsa transparente de productos de aseo.
Cargo como puedo con las dos bandejas con una mano y la maleta con la otra y me dirijo renqueante y haciendo equilibrios con las bandejas hacia el control. El único objetivo es llegar a la máquina de rayos X sin que se caiga al suelo el ordenador. La tarjeta de embarque la llevo en la boca. Noto que se me van cayendo los pantalones y trato de caminar con las piernas ligeramente abiertas para evitar que desciendan más allá de la mitad inferior del trasero.
Consigo arrojar las bandejas y la maleta a la cinta transportadora sin que se rompa nada; me subo los pantalones y paso por la máquina esa que hace "bip" cuando llevas algo metálico encima o cuando le sale de los cojones. Paso sin que haga "bip", por lo que esta vez me libro de quitarme los zapatos.
Observo ilusionado cómo van apareciendo mis objetos al otro lado del oscuro túnel. La encargada de la máquina de rayos X, una empleada de seguridad con cara de no haberse tomado el All-Bran en una semana me envía la primera señal de alarma:
- ¿Este ordenador es suyo?
- Ehh, psi... (contesto temeroso)
- ¿Puede abrirlo?
Lo abro mientras me pregunto qué coño de diferencia hay entre un ordenador abierto y otro cerrado cuando ya ha pasado por el control de rayos X. La buena señora observa indiferente que el ordenador está efectivamente dotado con un teclado QWERTY y cierro el ordenador.
Segunda señal de alarma. La susodicha señora empieza a palpar y escrutar con determinación todos y cada uno de los productos que van en la bolsa de aseo. La ausencia de All-Bran se va haciendo notar de forma creciente.
Tras unos tensos segundos, lanza su implacable veredicto.
- Esto no puede pasar - dice indicando el tubo de pasta de dientes - tiene 125 centímetros cúbicos y el límite son 100.
Yo y mi puta manía de comprar todo en paquete grande. Debe ser por haber crecido en una familia numerosa. La lista de la compra era siempre: un bote "grande" de Colón, una caja "grande" de galletas María Fontaneda, un bote "grande" de ColaCao, una lejía "grande" y un paquete "grande", pero que "muy grande" de rollos de papel higiénico. La lista de la compra también solía ser "grande" en sí misma para desmayo del escueto billetero de mis padres.
¿Qué hago?: ¿monto el pollo?, ¿no lo monto?, ¿ruego?, ¿me humillo?...
Es entonces cuando se cruzan nuestras miradas y tiene lugar un diálogo silencioso, un diálogo que nunca existió.
- Vamos, tía, tú sabes tan bien como yo que la norma es una completa gilipollez y que eso es sólo un tubo de pasta de dientes.
- Vamos, tío, yo sé tan bien como tú que la norma es una completa gilipollez y que eso es sólo un tubo de pasta de dientes. Pero tú sabes tan bien como yo que no me pagan por pensar, sólo por seguir las instrucciones al pie de la letra.
- Ya sé que no te pagan por pensar y menos por tomar decisiones. Pero el tubo de pasta de dientes está empezado, igual hasta ya he consumido esos míseros 25 centímetros cúbicos. Y esa una pasta de dientes de farmacia, de las caras.
- No puedo permitirlo, soy unidimensional, como todos los seguratas. He recibido un severo entrenamiento militar para poder discernir que cualquier tubo de pasta de dientes superior a 100 centímetros cúbicos es una severa amenaza para la seguridad aérea. También soy perfectamente capaz de distinguir si un ordenador tiene teclado no.
- Estás de broma ¿no?
- Claro que estoy de broma. A mí me importa un bledo el tamaño de la pasta de dientes y lo de abrir y cerrar el ordenador lo hago porque así lo dicen las normas y el guardia civil que se pasea por aquí tiene una mala hostia proverbial. Si no sigo las normas, me la juego.
- Vamos, que algún jefe tuyo podría estar mirando y si no tiramos a la basura la pasta de dientes, te juegas una bronca, una amonestación y a lo mejor hasta el puesto.
- Pues sí, más o menos es esa la situación.
- Pues nada, con la que está cayendo, no voy a poner en riesgo tu trabajo. Tira la pasta de dientes, que ya me compraré otra. Pero mañana tómate el All-Bran, ¿eh?
- Gracias, tronco.
Y así, satisfecho por no haberme empeñado en una discusión sin posible final feliz, y cabreado por haber perdido la pasta de dientes, me dirigí hacia la puerta de embarque ya con el cinturón puesto, con todos mis objetos recolocados en su sitio y con 125 centímetros cúbicos menos de pasta de dientes en mi equipaje.
Comentarios