Puede resultar hasta cierto punto paradójico. Las semanas de confinamiento,
en las que todos hemos estado encerrados en nuestras casas, ha supuesto también
una apertura de nuestros hogares a gente a la que nunca habíamos invitado en
persona. En las videoconferencias que todos tenemos prácticamente a diario, nos
estamos metiendo en los despachos, en los salones, en los dormitorios y hasta
en las cocinas de compañeros de trabajo, de clientes, de proveedores y de
contactos profesionales de todo tipo.
En este tiempo, a poco que uno sea mínimamente observador, hemos aprendido
cuáles son los gustos decorativos de cada cuál, quién tiene las paredes
pintadas de colores y quién de blanco, quién prefiere los cuadros abstractos y
quién el arte figurativo. Hay quienes cuelgan de sus paredes diplomas y trofeos
y otros las tienen desnudas. Hay quienes muestran fotos de la familia o
juguetes infantiles, y quienes prefieren enseñar simplemente una librería.
Todo ello produce una extraña sensación de intimidad con las personas con
las que hablamos a distancia. Más aún cuando aparece algún niño o algún
familiar por el fondo.
También sucede que hemos empezado a tener videoconferencias con personas
muy cercanas, con las que nunca nos habíamos planteado antes tal cosa. Así, por
primera vez en mi vida estoy viendo por teléfono a mi familia y a los amigos.
Antes la comunicación era por teléfono, por Whatsapp o en persona, pero nunca
en videollamada.
Parecía que el confinamiento iba a ser el paraíso de
los introvertidos. Obligados
a quedarse en casa, no les hacía falta buscar una excusa para esquivar algún
que otro compromiso social y quedarse acurrucados en el sofá, bajo una mantita,
leyendo un libro o viendo una película en Netflix con unas palomitas recién
sacadas del microondas.
Pero no, hoy es casi más difícil evitar un compromiso social en la red que
lo que era antes esquivar uno del mundo real. ¿Cómo no te vas a apuntar a los
aperitivos y cafés virtuales? ¿Qué excusa vas a poner? ¿Acaso que prefieres
quedarte en casa?
Todo ello nos está produciendo, de modo colectivo, una cierta sensación de
estrés. Conectados a todas horas al ordenador, a la tablet o al móvil, con los
ojos enrojecidos de tanta pantalla, los oídos aturdidos por los cascos y la voz
ronca de tanto hablar, muchos empezamos a suspirar por tiempos de paz y
silencio. ¡Pero si hasta las sesiones de mindfulness y yoga se imparten por
videoconferencia!
El temor a los tiempos de vacío y, en el entorno laboral, a ir perdiendo el
contacto con los compañeros y colegas, nos hace llenar la agenda hasta límites
inimaginables. Y se va acumulando tensión, con una sensación que es mezcla
entre estar haciendo muchas cosas y no estar produciendo nada. Al lado de la
tensión que se acumula en el proceso de videollamada tras videollamada, el
recuerdo de mi bulliciosa oficina me resulta casi relajante.
En todo caso, bienvenida sea la posibilidad de entrar en los hogares de los
demás y de recibir en los nuestros, aunque sea solo en vídeo y de modo virtual.
Ante la eventualidad, muy real, de quedar aislados y desconectados, las
tecnologías nos permiten ver las caras de nuestros compañeros y compañeras de
trabajo y compartir, no solo una conversación, sino también una sonrisa y una
mirada cómplice. Todo ello resulta muy reconfortante en estos tiempos de
zozobra.
¡Buen fin de semana a todos!, me despido, una vez más, sin novedad en el
frente.
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